HACE MILLONES de años, en
el espacio cósmico existían innumerables soles, y no había luna ni estrellas.
El universo era un mar de fuego. La Tierra vivía bajo un valor tan intenso que
los seres humanos no lo podían soportar, y todos los demás seres vivos iban extinguiéndose,
incluso los insectos.
Ante esta terrible
situación, un viejo cazador y su hijo pensaron que tal vez con su habilidad
para el manejo del arco y la flecha podrían ayudar a la humanidad.
Un caluroso día salieron
de la cueva en que vivían, el padre cargaba al hombro gran arco y el hijo
llevaba flechas untadas de veneno. Subieron a la montaña más alta, pusieron el
arco y las flechas en el suelo; con mucho esfuerzo, el joven colocó una flecha
en el enorme arco mientras el padre lo sostenía.
Después de arduos
preparativos, el cazador apuntó hacia uno de los soles y disparó la flecha. La
flecha se clavó certeramente en el corazón del sol, que cayó muerto. Repitieron
esta acción con paciencia día ras día, y fueron acerando en sus objetivos
durante casi un año. El cielo estaba casi despejado y el calor intenso había
desaparecido.
Cuando le llegó el turno
al penúltimo sol vivo que quedaba, sucedió un incidente lamentable para los
cazadores, pero afortunado para la humanidad.
Aquel día salieron de la cueva,
como siempre; ya el hijo no tenía que cargar tantas fechas sino sólo una, la
última, puesto que en el cielo solamente brillaban dos soles. Una vez
realizados los preparativos, el viejo cazador pensó que sería conveniente
permitir a su hijo que tirase la última flecha, puesto que ya el joven tenía
experiencia en la caza de los soles.
Mas… ¡qué lamentable! Por
ser la primera vez que el joven tiraba, se pudo nervioso y erró el tiro. La
flecha se clavó en el costado derecho del penúltimo sol, que resultó gravemente
herido, pero no murió. El padre no le dijo un reproche a su hijo, recogió el
arco y ambos se regresaron a la cueva sin hablar una sola palabra.
Esa noche los cazadores
durmieron intranquilamente, soñaban que los soles revivían. De pronto, por la
madrugada, los dos se despertaron: Oían los quejidos del sol herido; esto les
causó mirar hacia el cielo… y , ¡oh asombro!
Ante su vista los soles
muertos se iban convirtiendo en gotas de luz, en estrellas. Los que habían
conservado todo el cuerpo, originaban luceros, y los que se habían se habían
destrozado en pedazos daban lugar a miles de estrellas pequeñas.
Mientras, el sol herido
sentía gran temor del sol vivo y no se atrevía a acercarse a él. Cuando la
herida no le molestaba daba una luz fresca y suave.
Actualmente llamamos sol,
luna, estrellas y luceros, respectivamente, al último sol vivo, al sol herido y
a los pedazos luminosos de los soles muertos.